Princesa palatina, notable filósofa y religiosa calvinista, abadesa de Herford. No quiso casarse, ni ser madre y se entregó con la mayor pasión al estudio de la filosofía y las ciencias, entrando en contacto con Descartes, al que pidió que le diera clases de filosofía y moral. El filósofo le dedicó en 1644 "Les Principes de la philosophie" ("Los principios de la filosofía"), con un elogio que muestra la universalidad de los intereses intelectuales de Isabel. En sus últimos años como abadesa de Herford, hizo de ella una especie de Academia cartesiana.
Isabel de Bohemia y del Palatinado, también conocida como Isabel de Herford o Isabel de Hervorden, nació en Heidelberg el
26 de diciembre de 1618. Fue hija de Federico V del Palatinado y de Isabel
Estuardo, hija a su vez de Jaime I de Inglaterra. Las vicisitudes que esta
familia real tuvo que sortear terminaron por conducirlos a perder el reino de
Bohemia y a vivir exiliados en Holanda. Así, tras la deposición de su padre
(uno de los líderes del bando protestante en la guerra de los Treinta Años)
como elector palatino (1623), pasó su infancia en Berlín con su abuela
Luisa-Juliana de Orange-Nassau, hija de Guillermo I de Orange-Nassau, que la
introdujo en el pietismo. Con nueve o diez años fue enviada con sus hermanos y
hermanas a Leiden, en los Países Bajos, donde estudió lenguas y literaturas antiguas
y modernas, ganándose la denominación de "la griega" por su dominio de ellas.
Mostró un especial interés por la filosofía, y tras sus estudios, se reunió con
sus padres en La Haya, donde habían establecido su corte en el exilio. Se
planeó su matrimonio con el rey de Polonia Ladislao IV Vasa, pero ella rehusó
casarse con un católico.
Bajo tales circunstancias, la vida de Isabel no parecía
fácil; de hecho, no podía serlo para una princesa sin
reino ni fortuna y, por si esto fuese poco, marcada por la égida del
protestantismo que profesaba. Hija de reyes depuestos y exiliados, Isabel
recibió una cuidadosa educación que corriendo el tiempo la convirtió en una
mujer célebre por su erudición. Se sabe que estudió música, danza, arte, ciencias
naturales, matemáticas y lenguas; hablaba inglés, alemán, francés, holandés e
italiano y conocía el latín. En
general, fue una gran lectora y una entusiasta estudiosa de las ciencias:
asistía a experimentos científicos y a disecciones anatómicas.
Desde 1639 mantuvo correspondencia con Anne Marie de
Schurman, una erudita conocida como "la Minerva holandesa", para entrar después en contacto con Descartes, al que pidió que le diera clases de
filosofía y moral. El filósofo le dedicó en 1644 Les Principes de la
philosophie ("Los principios de la filosofía"), con un elogio que
muestra la universalidad de los intereses intelectuales de Isabel:
Dispongo, además, de otra prueba particular, pues ninguna
otra persona conocida por mí ha comprendido en general y tan adecuadamente
cuanto hay en mis escritos; es más, algunas de las cuestiones tratadas son
consideradas como muy oscuras por los espíritus más capacitados y más doctos.
Además, me percato que casi todos lo que comprenden las cuestiones propias de
la metafísica, y al contrario, quienes cultivan con facilidad éstas, no siguen
con facilidad las propias de las matemáticas. Así pues, puedo decir que no he
conocido a otra persona que siguiera con igual facilidad las unas y las otras
y, por tal tazón estoy asistido de razón para estimar incomparable vuestra
capacidad.
Su relación intelectual y personal fue muy estimulante para
ambos, y es objeto de interpretación, tanto por la diferencia de rango social
como por su condición de hombre y mujer, que ha hecho que algunos autores hayan
visto en ella algún tipo de relación más allá de la simple amistad y admiración
mutua. Isabel se muestra como una discípula crítica de las concepciones de su
maestro.
Durante años Descartes e Isabel de Bohemia mantuvieron uno de los intercambios epistolares más fructíferos de la historia de la ciencia y la filosofía (Correspondance avec Élisabeth -"Correspondencia con Isabel"-). En esa correspondencia Isabel planteó a Descartes la cuestión del dualismo en
cuanto a la relación entre alma y cuerpo, que consideraba como dos entidades
distintas, y a la que el filósofo no pudo dar respuesta satisfactoria.
¿Cómo el alma humana (ya que no es más que una sustancia
pensante) puede llevar a los espíritus del cuerpo a producir acciones
voluntarias? Ya que parece que toda determinación de movimiento proviene de un
impulso de la cosa movida, acorde con la manera en que es empujada por aquello
que la mueve; y si no, depende de la calidad y figura de la superficie del
segundo. Se requiere contacto para que se den las primeras dos condiciones y la
extensión para el tercero. Usted excluye por completo la extensión de la noción
del alma, y el contacto, por lo tanto, me parece incompatible con una cosa
inmaterial.
Isabel a Descartes, 16 de mayo de 1643.
Puedo decir con toda honestidad que la pregunta que Su
Alteza propone puede ser formulada, con toda justeza, con base en los escritos
que he publicado debido a que existen dos cosas en el alma humana de las que
depende todo el conocimiento que podemos tener de su naturaleza: la primera,
que piensa, y la segunda, que estando unida al cuerpo, actúa y sufre con él. He
dicho muy poco refiriéndome a esta última cuestión y he estudiado sólo lo
suficiente para entender adecuadamente la primera [en virtud de] que mi
objetivo principal era comprobar la diferencia que existe entre cuerpo y alma,
por lo que la primera cuestión, por sí misma, era suficiente, mientras que la
otra habría sido un obstáculo. Sin embargo, como Su Alteza es tan aguda que uno
no puede ocultar cosa alguna de ella, intentaré explicar la forma en la cual
concibo la unión entre alma y cuerpo y cómo el alma tiene la fuerza para mover
el cuerpo.
Descartes a Isabel, 21 de mayo de 1643.
Algunas referencias, nos hablan de la
importancia que tuvieron para las concepciones cartesianas las observaciones de
la princesa palatina. Todo ello, ha permitido reconstruir un diálogo que
habrá de aproximarnos a reconocer en Isabel un intelecto a la altura de la
mente más lúcida de la modernidad, y quien, pese a no contar con una obra
propia que dé forma y textura a una concepción filosófica y científica, deja
ver claramente que no sólo era una buena lectora de estas disciplinas, sino que
también comprendió sus problemas, al grado que pudo criticar y
objetar las concepciones fundamentales del gran filósofo, gracias a lo cual
podemos asistir a uno de los grandes debates de la edad moderna.
“Lo que, no obstante, me produce una mayor admiración es
que un conocimiento tan diverso y tan perfecto de las distintas ciencias que no
suele poseerlo un anciano doctor que hubiera empleado muchos años en su
instrucción, lo posee una Princesa joven, cuyo rostro se asemeja más al que los
poetas atribuyen a las Gracias que al que atribuyen a las musas o a la sabia
Minerva”.
Revelador y poético resulta este pasaje en el que el filósofo asume la superioridad del intelecto femenino de Isabel, remitiéndonos así a su famoso comienzo del Discurso del método: la razón es la cosa mejor repartida del mundo, y tan bien repartida está que las mujeres también la poseen. Y tanta “razón” posee Isabel que Descartes no duda en contestar sus cartas aun cuando en ellas la princesa lo objete y lo fuerce a dar respuestas más claras y concienzudas.
Revelador y poético resulta este pasaje en el que el filósofo asume la superioridad del intelecto femenino de Isabel, remitiéndonos así a su famoso comienzo del Discurso del método: la razón es la cosa mejor repartida del mundo, y tan bien repartida está que las mujeres también la poseen. Y tanta “razón” posee Isabel que Descartes no duda en contestar sus cartas aun cuando en ellas la princesa lo objete y lo fuerce a dar respuestas más claras y concienzudas.
Descartes en la corte de Cristina de Suecia |
El contacto se mantuvo incluso tras la partida de Descartes a Estocolmo, donde residió el último año de su vida por invitación de la reina Cristina de Suecia (1649-1650). Se ha interpretado que el último libro publicado por Descartes, Les Passions de l'âme ("Tratado de las pasiones", 1649), fue el resultado de su esfuerzo científico y filosófico por sistematizar una respuesta plausible a las cuestiones planteadas por Isabel, y, quizá paradójicamente, está también dedicado a otra mujer: la reina Cristina de Suecia.
Por esa época Isabel volvió a su corte natal de Heidelberg,
donde se reencontró con su hermano Carlos Luis I del Palatinado, a quien el
Tratado de Westfalia había devuelto el trono de su padre. El prestigio
intelectual que le había dado su relación con Descartes hizo que se la
requiriera para enseñar filosofía cartesiana en esa prestigiosa Universidad.
Los problemas conyugales de su hermano provocaron su salida
de Heidelberg y pasó un tiempo en la corte de su primo, el príncipe elector
Federico Guillermo I de Brandeburgo, y luego en Kassel con su prima Hedwig
Sophie. Tras visitar a una de sus tías en Krosno, Isabel conoció a Johannes
Cocceius, con el que en los años siguientes mantuvo correspondencia. Cocceius
le dedicará su comentario al Cantar de los Cantares, y le recomendó el estudio
de la Biblia.
En 1667 Isabel se establece en el monasterio imperial o
abadía de Herford o Hervorden (Reichsabtei Herford), que regirá como una
especie de abadesa protestante, bajo principios pietistas. El cargo de abadesa
conllevaba desde la Edad Media la dignidad de príncipe imperial, y desde 1533
era ejercido por nobles protestantes: luteranas entre 1533 y 1649 y calvinistas
desde entonces (que no obstante, no alteraron la confesionalidad luterana de su
jurisdicción). Sucedía en el cargo de abadesa a su hermana menor, que nueve
años antes había dejado Herford y se había trasladado a Francia.
Como abadesa se distinguió por el rigor en el cumplimiento de sus deberes, su modestia y su filantropía, que ejercía especialmente protegiendo a los disidentes religiosos perseguidos que llegaron allí procedentes de toda Europa. En 1670 acogió a Jean de Labadie y su comunidad de labadianos, también de tendencia pietista. La relación entre ambos fue problemática, y en 1672 Labadie dejó Herford, dejando entristecida a Isabel, que mantuvo a un pequeño grupo de labadianos bajo su protección.
En 1677 la protección de Isabel benefició a los cuáqueros
de William Penn y Robert Barclay, que pasaron tres días en el monasterio,
dejando una fuerte impresión en la princesa. Su amistad con Penn duró hasta su
muerte, y éste la recordará en la segunda edición de No Cross, No Crown
("Sin cruz, no hay corona", 1682). Isabel falleció en Herford,
un 11 de febrero de 1680.
El análisis de la correspondencia, puede
devolvernos no sólo el diálogo que legaron a la posteridad Isabel y Descartes,
dos intelectos ávidos de conocimiento, sino además el nombre y la figura de una
pensadora de la temprana modernidad en quien el filósofo más representativo de
la época supo ver que las luces más claras del intelecto emanaban de un cuerpo
de mujer, aunque dichas luces pusieran de manifiesto las sombras del alma de su
propia doctrina. Al final de su dedicatoria, en efecto, escribe el filósofo:
“Tan perfecta Sabiduría me obliga a un respeto tal que no sólo entiendo que debo dedicarle este libro, que trata de Filosofía (pues no es otra cosa que el deseo de la Sabiduría), sino que tampoco poseo más celo por filosofar –es decir, por adquirir la Sabiduría– del que poseo por ser, Señora, el más humilde, obediente y ferviente servidor de Vuestra Alteza”. Nos queda, pues, como legado esta lección de Descartes: la historia no debiera olvidar el nombre de esta sabia mujer.
“Tan perfecta Sabiduría me obliga a un respeto tal que no sólo entiendo que debo dedicarle este libro, que trata de Filosofía (pues no es otra cosa que el deseo de la Sabiduría), sino que tampoco poseo más celo por filosofar –es decir, por adquirir la Sabiduría– del que poseo por ser, Señora, el más humilde, obediente y ferviente servidor de Vuestra Alteza”. Nos queda, pues, como legado esta lección de Descartes: la historia no debiera olvidar el nombre de esta sabia mujer.
Isabel de Bohemia, influyó en su maestro Descartes, al igual que su
hermana de Isabel, la electora Sofía de Hannover, inspiró a Leibniz. Por todo
ello podemos decir que muchas de las relaciones que entablaron las mujeres
cultas de la época con filósofos y científicos puede ser de tal importancia
intelectual que nos permita develar los pensamientos que han quedado en el
margen de las historias. Así, el “otro pensamiento” –en este caso concreto el
de las mujeres que compartieron las inquietudes de su tiempo y que en cierta
medida participaron también en su constitución– nos puede ayudar a comprender mejor
una época, y con ello la serie de transformaciones y problemas que fueron
determinando su perfil histórico.
Fuente: wikipedia; Angelica S. jimenez; www.mcnbiografias.com"
No hay comentarios:
Publicar un comentario