sábado, 31 de marzo de 2012

Isabel de Bohemia. La superioridad del intelecto



Princesa palatina, notable filósofa y religiosa calvinista, abadesa de Herford. No quiso casarse, ni ser madre y se entregó con la mayor pasión al estudio de la filosofía y las ciencias, entrando en contacto con Descartes, al que pidió que le diera clases de filosofía y moral. El filósofo le dedicó en 1644 "Les Principes de la philosophie" ("Los principios de la filosofía"), con un elogio que muestra la universalidad de los intereses intelectuales de Isabel. En sus últimos años como abadesa de  Herford, hizo de ella una especie de Academia cartesiana.






Isabel de Bohemia y del Palatinado, también conocida como Isabel de Herford o Isabel de Hervorden, nació en Heidelberg el 26 de diciembre de 1618. Fue hija de Federico V del Palatinado y de Isabel Estuardo, hija a su vez de Jaime I de Inglaterra. Las vicisitudes que esta familia real tuvo que sortear terminaron por conducirlos a perder el reino de Bohemia y a vivir exiliados en Holanda. Así, tras la deposición de su padre (uno de los líderes del bando protestante en la guerra de los Treinta Años) como elector palatino (1623), pasó su infancia en Berlín con su abuela Luisa-Juliana de Orange-Nassau, hija de Guillermo I de Orange-Nassau, que la introdujo en el pietismo. Con nueve o diez años fue enviada con sus hermanos y hermanas a Leiden, en los Países Bajos, donde estudió lenguas y literaturas antiguas y modernas, ganándose la denominación de "la griega" por su dominio de ellas. Mostró un especial interés por la filosofía, y tras sus estudios, se reunió con sus padres en La Haya, donde habían establecido su corte en el exilio. Se planeó su matrimonio con el rey de Polonia Ladislao IV Vasa, pero ella rehusó casarse con un católico. 

Bajo tales circunstancias, la vida de Isabel no parecía fácil; de hecho, no podía serlo para una princesa sin reino ni fortuna y, por si esto fuese poco, marcada por la égida del protestantismo que profesaba. Hija de reyes depuestos y exiliados, Isabel recibió una cuidadosa educación que corriendo el tiempo la convirtió en una mujer célebre por su erudición. Se sabe que estudió música, danza, arte, ciencias naturales, matemáticas y lenguas; hablaba inglés, alemán, francés, holandés e italiano y conocía el latín. En general, fue una gran lectora y una entusiasta estudiosa de las ciencias: asistía a experimentos científicos y a disecciones anatómicas.

Isabel Estuardo, madre de Isabel.
Desde 1639 mantuvo correspondencia con Anne Marie de Schurman, una erudita conocida como "la Minerva holandesa", para entrar después en contacto con Descartes, al que pidió que le diera clases de filosofía y moral. El filósofo le dedicó en 1644 Les Principes de la philosophie ("Los principios de la filosofía"), con un elogio que muestra la universalidad de los intereses intelectuales de Isabel:

Dispongo, además, de otra prueba particular, pues ninguna otra persona conocida por mí ha comprendido en general y tan adecuadamente cuanto hay en mis escritos; es más, algunas de las cuestiones tratadas son consideradas como muy oscuras por los espíritus más capacitados y más doctos. Además, me percato que casi todos lo que comprenden las cuestiones propias de la metafísica, y al contrario, quienes cultivan con facilidad éstas, no siguen con facilidad las propias de las matemáticas. Así pues, puedo decir que no he conocido a otra persona que siguiera con igual facilidad las unas y las otras y, por tal tazón estoy asistido de razón para estimar incomparable vuestra capacidad.

Su relación intelectual y personal fue muy estimulante para ambos, y es objeto de interpretación, tanto por la diferencia de rango social como por su condición de hombre y mujer, que ha hecho que algunos autores hayan visto en ella algún tipo de relación más allá de la simple amistad y admiración mutua. Isabel se muestra como una discípula crítica de las concepciones de su maestro.

Durante años Descartes e Isabel de Bohemia mantuvieron uno de los intercambios epistolares más fructíferos de la historia de la ciencia y la filosofía (Correspondance avec Élisabeth -"Correspondencia con Isabel"-). En esa correspondencia Isabel planteó a Descartes la cuestión del dualismo en cuanto a la relación entre alma y cuerpo, que consideraba como dos entidades distintas, y a la que el filósofo no pudo dar respuesta satisfactoria.

¿Cómo el alma humana (ya que no es más que una sustancia pensante) puede llevar a los espíritus del cuerpo a producir acciones voluntarias? Ya que parece que toda determinación de movimiento proviene de un impulso de la cosa movida, acorde con la manera en que es empujada por aquello que la mueve; y si no, depende de la calidad y figura de la superficie del segundo. Se requiere contacto para que se den las primeras dos condiciones y la extensión para el tercero. Usted excluye por completo la extensión de la noción del alma, y el contacto, por lo tanto, me parece incompatible con una cosa inmaterial.

Isabel a Descartes, 16 de mayo de 1643.

Puedo decir con toda honestidad que la pregunta que Su Alteza propone puede ser formulada, con toda justeza, con base en los escritos que he publicado debido a que existen dos cosas en el alma humana de las que depende todo el conocimiento que podemos tener de su naturaleza: la primera, que piensa, y la segunda, que estando unida al cuerpo, actúa y sufre con él. He dicho muy poco refiriéndome a esta última cuestión y he estudiado sólo lo suficiente para entender adecuadamente la primera [en virtud de] que mi objetivo principal era comprobar la diferencia que existe entre cuerpo y alma, por lo que la primera cuestión, por sí misma, era suficiente, mientras que la otra habría sido un obstáculo. Sin embargo, como Su Alteza es tan aguda que uno no puede ocultar cosa alguna de ella, intentaré explicar la forma en la cual concibo la unión entre alma y cuerpo y cómo el alma tiene la fuerza para mover el cuerpo.

Descartes a Isabel, 21 de mayo de 1643.

Algunas referencias, nos hablan de la importancia que tuvieron para las concepciones cartesianas las observaciones de la princesa palatina. Todo ello, ha permitido reconstruir un diálogo que habrá de aproximarnos a reconocer en Isabel un intelecto a la altura de la mente más lúcida de la modernidad, y quien, pese a no contar con una obra propia que dé forma y textura a una concepción filosófica y científica, deja ver claramente que no sólo era una buena lectora de estas disciplinas, sino que también comprendió sus problemas, al grado que pudo criticar y objetar las concepciones fundamentales del gran filósofo, gracias a lo cual podemos asistir a uno de los grandes debates de la edad moderna.

“Lo que, no obstante, me produce una mayor admiración es que un conocimiento tan diverso y tan perfecto de las distintas ciencias que no suele poseerlo un anciano doctor que hubiera empleado muchos años en su instrucción, lo posee una Princesa joven, cuyo rostro se asemeja más al que los poetas atribuyen a las Gracias que al que atribuyen a las musas o a la sabia Minerva”.

Revelador y poético resulta este pasaje en el que el filósofo asume la superioridad del intelecto femenino de Isabel, remitiéndonos así a su famoso comienzo del Discurso del método: la razón es la cosa mejor repartida del mundo, y tan bien repartida está que las mujeres también la poseen. Y tanta “razón” posee Isabel que Descartes no duda en contestar sus cartas aun cuando en ellas la princesa lo objete y lo fuerce a dar respuestas más claras y concienzudas.

Descartes en la corte de Cristina de Suecia

El contacto se mantuvo incluso tras la partida de Descartes a Estocolmo, donde residió el último año de su vida por invitación de la reina Cristina de Suecia (1649-1650). Se ha interpretado que el último libro publicado por Descartes, Les Passions de l'âme ("Tratado de las pasiones", 1649), fue el resultado de su esfuerzo científico y filosófico por sistematizar una respuesta plausible a las cuestiones planteadas por Isabel, y, quizá paradójicamente, está también dedicado a otra mujer: la reina Cristina de Suecia. 

Por esa época Isabel volvió a su corte natal de Heidelberg, donde se reencontró con su hermano Carlos Luis I del Palatinado, a quien el Tratado de Westfalia había devuelto el trono de su padre. El prestigio intelectual que le había dado su relación con Descartes hizo que se la requiriera para enseñar filosofía cartesiana en esa prestigiosa Universidad.

Los problemas conyugales de su hermano provocaron su salida de Heidelberg y pasó un tiempo en la corte de su primo, el príncipe elector Federico Guillermo I de Brandeburgo, y luego en Kassel con su prima Hedwig Sophie. Tras visitar a una de sus tías en Krosno, Isabel conoció a Johannes Cocceius, con el que en los años siguientes mantuvo correspondencia. Cocceius le dedicará su comentario al Cantar de los Cantares, y le recomendó el estudio de la Biblia.

En 1667 Isabel se establece en el monasterio imperial o abadía de Herford o Hervorden (Reichsabtei Herford), que regirá como una especie de abadesa protestante, bajo principios pietistas. El cargo de abadesa conllevaba desde la Edad Media la dignidad de príncipe imperial, y desde 1533 era ejercido por nobles protestantes: luteranas entre 1533 y 1649 y calvinistas desde entonces (que no obstante, no alteraron la confesionalidad luterana de su jurisdicción). Sucedía en el cargo de abadesa a su hermana menor, que nueve años antes había dejado Herford y se había trasladado a Francia.



Como abadesa se distinguió por el rigor en el cumplimiento de sus deberes, su modestia y su filantropía, que ejercía especialmente protegiendo a los disidentes religiosos perseguidos que llegaron allí procedentes de toda Europa. En 1670 acogió a Jean de Labadie y su comunidad de labadianos, también de tendencia pietista. La relación entre ambos fue problemática, y en 1672 Labadie dejó Herford, dejando entristecida a Isabel, que mantuvo a un pequeño grupo de labadianos bajo su protección.

En 1677 la protección de Isabel benefició a los cuáqueros de William Penn y Robert Barclay, que pasaron tres días en el monasterio, dejando una fuerte impresión en la princesa. Su amistad con Penn duró hasta su muerte, y éste la recordará en la segunda edición de No Cross, No Crown ("Sin cruz, no hay corona", 1682). Isabel falleció en  Herford, un 11 de febrero de 1680.

El análisis de la correspondencia, puede devolvernos no sólo el diálogo que legaron a la posteridad Isabel y Descartes, dos intelectos ávidos de conocimiento, sino además el nombre y la figura de una pensadora de la temprana modernidad en quien el filósofo más representativo de la época supo ver que las luces más claras del intelecto emanaban de un cuerpo de mujer, aunque dichas luces pusieran de manifiesto las sombras del alma de su propia doctrina. Al final de su dedicatoria, en efecto, escribe el filósofo:

“Tan perfecta Sabiduría me obliga a un respeto tal que no sólo entiendo que debo dedicarle este libro, que trata de Filosofía (pues no es otra cosa que el deseo de la Sabiduría), sino que tampoco poseo más celo por filosofar –es decir, por adquirir la Sabiduría– del que poseo por ser, Señora, el más humilde, obediente y ferviente servidor de Vuestra Alteza”. Nos queda, pues, como legado esta lección de Descartes: la historia no debiera olvidar el nombre de esta sabia mujer.


Isabel de Bohemia, influyó en su maestro Descartes, al igual que su hermana de Isabel, la electora Sofía de Hannover, inspiró a Leibniz. Por todo ello podemos decir que muchas de las relaciones que entablaron las mujeres cultas de la época con filósofos y científicos puede ser de tal importancia intelectual que nos permita develar los pensamientos que han quedado en el margen de las historias. Así, el “otro pensamiento” –en este caso concreto el de las mujeres que compartieron las inquietudes de su tiempo y que en cierta medida participaron también en su constitución– nos puede ayudar a comprender mejor una época, y con ello la serie de transformaciones y problemas que fueron determinando su perfil histórico.


Fuente: wikipedia; Angelica S. jimenez; www.mcnbiografias.com"

No hay comentarios:

Publicar un comentario